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"Mejor sola que mal acompañada". Lic Benjamin Silva
Presentaciones Congresos

Texto presentado en el 1er Congreso provincial de salud mental y adicciones, ciudad de Tandil, BsAs, Mayo de 2017

Entre lo universal y lo singular de la ludopatía
"Mujer mayor se siente sola y frustrada por haber vivido una vida de sacrificios, juega con máquinas tragamonedas para palear el aburrimiento y la sensación de vacío". Parece la descripción de un personaje universal, y sin embargo se particulariza en un sinnúmero de casos que nos toca hacer frente en la clínica, como el que a continuación expondré. No deja de ser enigmática, para mí, la relación entre categorías universales como la ludopatía -sus figuras estereotípicas, como la descrita- y sus encarnaduras en el caso por caso, donde la diferencia entre un sujeto y otro es absoluta. 
Una ajustada descripción general de este tipo de casos, es la que refiere Coletti (2014): "histéricas melancolizadas, mujeres que han renunciado o se consideran injustamente abandonadas, por el marido, los hijos, que se sienten solas, pero en posición de víctimas, donde la insatisfacción y la frustración se conjugan con la ilusión del bingo, un lugar donde no pensar, y salir sin ganar nada. Sostienen una posición de privación continua" (ibid., s/n). En la clínica psicoanalítica resulta imprescindible trascender la tipicidad para preguntarse, en qué esta paciente es única; a mi entender, todo psicoanálisis debiera orientarse a producir y conquistar esa diferencia.
Existe dentro de los desarrollos lacanianos en el campo de las toxicomanías, una noción formal que intenta salvaguardar el saldo de indeterminación que constituye lo más íntimo de cada caso. Nos referimos a lo que se ha denominado como la función del tóxico, en alusión a la particular relación que establece un sujeto con una sustancia. Esta indica "en cada caso un valor a determinar por la específica conexión entre las variables intervinientes y la constante de las condiciones de goce para ese sujeto, en precisas coordenadas espacio-temporales" (Sinatra, 1992, pp. 31-2).
Dicha relación podría deducirse a posteriori de la estructura clínica en que se enmarca el consumo, pero este no puede adscribirse de ningún modo a alguna estructura en particular. Es por eso que la función del tóxico desustancializa la categoría socio-psiquiátrica de "toxicomanía"; obliga a dejar de adscribir una sustancia a un ser (el toxicómano) para precisar el lugar que ocupa en la economía libidinal de un sujeto singular (ibid., 1992). Su localización durante el proceso analítico abre caminos posibles de implicación y, por ende, de responsabilización, en cuanto permite anudar la práctica adictiva a un entramado subjetivo, una historia y sus determinadas formas de satisfacción.
Reconocer la existencia de la función del tóxico en la economía libidinal de un sujeto implica, de entrada, reconocer una diversidad ilimitada de usos posibles. La teoría hace un esfuerzo por agrupar esos usos y desprender de ahí sus rasgos formales más relevantes, pero en estricto rigor, un analista nunca podría saber a priori el valor de la X en la función. Es más, no necesariamente hay LA función del tóxico en un mismo caso, sincrónicamente pueden coexistir varias y diacrónicamente, las funciones pueden ir mutando, como en el caso de la paciente que llamaré María. Entendemos que lo que varía en la función es el lugar del tóxico, las particularidades del objeto droga, y la variable independiente, la constante, son las condiciones de goce del sujeto. Se desprende de esto que, si cambian las condiciones de goce, cambiará el lugar del tóxico, y con ello su función. Por tanto, la función del tóxico devela el valor de goce que tiene determinado tipo de objeto. 
Lo anterior se desprende de las conceptualizaciones que se han desarrollado en la clínica de las toxicomanías y el alcoholismo, es ese su campo de aplicación. Ahora, ¿pueden estas nociones ser trasladadas, sin solución de continuidad, a los fenómenos y la clínica de las ludopatías, donde el objeto en cuestión no es una sustancia que afecta el quimismo si no una actividad mediada por el dinero? Intentaremos aplicar esta noción -función del juego- en la comprensión de un caso clínico atendido en contexto institucional, para probar su eficacia posible en la dirección de la cura. 

Funciones del juego
"Siempre he sido depresiva", son las palabras que profiere María, mujer de 64 años, cuando le pregunto por qué viene a consultar a Entrelazar, institución en la que me desempeño. Sobre el malestar actual, señala un escaso deseo por realizar los quehaceres domésticos, junto a una sensación de vacío, aburrimiento y soledad que se acentúa hace un par de meses. Este estado se produce luego de que sus tres hijas, avergonzadas porque María juega a las máquinas tragamonedas, le dejan de hablar, limitan las visitas de los nietos a la casa e incluso le prohíben jugar; "me tienen vigilada", refiere. A consultar en la institución la empujan ellas, preocupadas porque su madre recientemente manifestó la intención de matarse: "mejor no estar, para no dar problemas a la familia". 
La paciente fantasea que desapareciendo se liberará su familia. Denota una posición sacrificial, pero al mismo tiempo consigue remediar temporalmente lo doloroso del sacrificio, pues con su amenaza vuelve a entrar en los asuntos familiares; la posibilidad de su desaparición moviliza la atención de las hijas.
Esa tristeza que siente desde siempre en realidad comienza tras la muerte de su madre cuando tenía 13 años, correlativa a las consecuencias que el evento acarreó: su familia de origen se dispersa, quedando ella en manos de una tía, sus hermanos junto a otros familiares, y su papá entregado al "vicio del alcohol", avasallado por el dolor de la pérdida. Refiere haber sufrido malos tratos por parte de su tía que la adopta, y constantes humillaciones a lo largo de su vida posterior. Los ecos de la pérdida de la madre resuenan 51 años después. El suceso marca un punto de inflexión irreversible en su vida.
    La paciente va todos los días por la tarde a jugar a las máquinas de azar tragamonedas en un bingo vecino, donde se reúnen más personas que frecuentan el lugar. Juega siempre a los mismos dos juegos. En uno de estos, el objetivo es abrir cajas de regalo, en el otro, abrir cofres con una llave. Sobre su elección dice, "prefiero jugar a los juegos de destreza, en que uno gana un premio, más que jugar a los juegos de azar". He aquí un primer indicio de la función subjetiva de esta actividad. Para María no hay azar en su juego, pues depende en último término de su propia habilidad. Transforma azar por destreza, trocando tristeza depresiva por autoafirmación. Es un claro ejercicio de falicización, un pasaje del no tener al tener. De ahí en más, se articula la paradoja de confiar el destino al azar porque se poseen cualidades especiales, cuasi providenciales, que aseguran un margen de ganancia posible, parcial, pues si se garantiza de manera absoluta la ganancia se pierde el goce del riesgo. 
Interrogada por el carácter "enviciante" del jugar, señala que reside en "la esperanza de recuperar lo perdido". Lo cierto es que esa satisfacción, por sí misma, no es adictiva. Lo que encuentra en las máquinas intenta contrapesar una falta, inclinar la balanza a su favor. Es una esperanza, por ende, interviene una fantasía articulada a un ideal de recuperación de lo perdido. Ahora, ¿qué es "lo perdido" ?: mamá, papá, el amor de mujer y el amor de madre, adelantamos. Amor, en síntesis. Lo que se inscribe en la misma lógica del pasaje del no tener al tener, o de recuperar. Es decir, podríamos conjeturar que lo que aquí se reconoce no es distinto a la función descrita en el párrafo anterior, cambian los enunciados pero la enunciación, la posición subjetiva de la paciente, es la misma.
El vicio tiene antecedentes en la historia de la paciente. "A veces me siento como una alcohólica queriendo tomar", María reconoce la relación entre su vicio y el del padre, tras la intervención del analista. Por otra parte, el vicio tiene una localización espacial aun indeterminada, pero afincada en el cuerpo del sujeto en situación de estar frente a la máquina: "me gusta la sensación de la posibilidad de ganar, o perder, da igual, pero con emoción". Nuevamente, la experiencia de juego reintegra una porción de satisfacción en falta, recupera algo de la afectación del cuerpo, que, recordemos, ella siente vacío.
Declara sentirse "inútil y sola" en su casa y que el juego le sirve, además, "para acompañarse" con los parroquianos habituales del bingo. Siempre que puede, regala monedas a sus compañeros para que no dejen de jugar, "así compro la atención de todos". He aquí otra función posible. Parte del recorrido pulsional en su ritual articula un lazo social, se liga a otros pares que, como ella, gozan en el juego. Realiza un tratamiento parcial de la soledad, por cuanto se relaciona con semejantes y en tanto, con el juego, pretende además hacerle falta a la familia, pues despierta su atención y vigilancia.
 Por otro lado, durante las primeras horas de juego llega a estar tan absorta en su actividad que no piensa en nada, dice que en ese lapso no puede parar de jugar, pierde todo límite. Ese estado de semi trance vectoriza otra función subjetiva del juego, pues le permite una separación o una ruptura temporal respecto al Otro, particularmente respecto al malestar derivado de las demandas familiares. Pero al mismo tiempo asegura una relación de directa continuidad o camuflaje con la máquina, con sus sonidos, sus colores y la vibración puesta en juego en el espacio corporal, poniendo entre paréntesis la mediación simbólica entre el sujeto y el objeto-máquina. No se articula a la lógica de la recuperación, ni a la socialización, más bien va en dirección a cortocircuitar el recorrido corriente de su satisfacción pulsional, escamoteando el pasaje por el Otro de la palabra, el Otro social y el cuerpo del Otro sexual. Esta función transcurre en un lapso breve, de unas cuantas horas. En cuanto el dinero va acabándose, reaparece la escena fantasmática, empieza a imaginar que sus familiares deben estar pensando en ella y que la reprocharán al regresar a casa. La culpa interrumpe el juego y vuelve a sentirse inútil, con más intensidad. Es preciso decir que María no trabaja y que el dinero que gasta es del marido, ya volveremos sobre esto.
Para ella el malestar queda claramente situado en los problemas de la casa, en la inutilidad y la soledad que siente, sin problematización alguna del juego, de la pérdida de dinero, ni del carácter compulsivo de esas salidas, lo que más bien aparece como un malestar exclusivo de las hijas. En un comienzo mis intervenciones apuntan a localizar su propio malestar como algo distinto al de sus hijas, es decir, situar por un lado la cuestión de la pérdida del interés por los asuntos domésticos y, por otro lado, la demanda del Otro, que en definitiva responde a lo que esta madre da a sus hijas: problemas. Durante este primer momento de entrevistas, me pregunta si voy a citar a sus hijas para corroborar sus dichos, a lo cual me niego replicando que "esa desconfianza es un problema de ellas", procurando a su vez correrme del lugar "vigilante" que en la transferencia me sitúa.

Mala suerte en el amor, mala suerte en el juego
Rápidamente se siente más tranquila y menos angustiada. Se pregunta si será tan malo jugar a las máquinas. La mera formulación de esta vacilación permite ir ligando lo que le pasa actualmente a una causa en su historia, pues empieza a quejarse de lo que ha perdido en su vida: "hice grandes sacrificios en la crianza de mis hijas y no he ganado nada por eso". En el transcurso de las entrevistas describe su historia abocada al cuidado de otros, su papá, los sobrinos, las hijas, los nietos, el marido, trabajando como empleada doméstica. Todos modos de enlazarse bajo el rasgo de ser sirvienta, usada, obligada, amarrada, ocupada por el Otro. A medida que se formaliza este rasgo, hace explícita una identificación a la madre: "era una mujer muy buena pero sometida, aceptaba todo lo que mi papá le pedía".      
En una ocasión cuenta que su marido y una hija le dijeron recientemente que no les gusta que ella juegue, porque sale muy tarde en la noche y eso puede ser peligroso. El comentario la alivia, pues reinterpreta la vigilancia familiar como "cariño" y "preocupación", a partir de esto reduce el tiempo de juego. Hay una relación de proporcionalidad inversa entre el amor que recibe del Otro y el interés por el juego. La misma sesión confiesa que fue "abusada sistemáticamente" por un tío desde los 6 hasta los 13 años, momento en que muere su mamá. No recuerda con claridad de qué se trataba ese abuso, cree que él solamente la tocaba; "siendo grande vine a saber que eso que me hacía era abuso, para mí eso era una muestra de cariño". Entre el cariño y el abuso, o el amor y el goce del Otro, hay para María un límite fácil de franquear.
Asocia el abuso con su falta de apetito sexual, señalando que el sexo nunca le ha gustado, que sólo recuerda un par de orgasmos en su vida y que se "pone" para dar en el gusto a su marido, al modo de un "trámite"; lo describe insistente y caprichoso, pues le pide tener relaciones casi todos los días desde el inicio de su matrimonio, hace 40 años. Es una mujer dispuesta a sacrificar el goce sexual a cambio del aseguramiento del semblante amoroso (¿será una "adicta al amor"?). Por uno u otro motivo, ella no se niega a ser usada por esta "máquina del sexo". 
Su marido disfrutó del trabajo toda la vida hasta hace aproximadamente 2 años, momento en que debería haber recibido su jubilación. No la recibe por un lío burocrático, y a partir de entonces cae en un estado semi depresivo, limitando su actividad vital al trabajo y, tras la jornada laboral, ser servido por María. "Dejó de invitarme a tomar café y a caminar, ya no me presta atención" … salvo para tener sexo. En otras palabras, dejó de ser cariñoso. La paciente liga esta coyuntura a la intensificación del aburrimiento, del vacío y la soledad. Además, comienza a jugar con las máquinas. Desde ese momento, el sexo se transformó en "una cosa mecánica… ningún cariño de su parte". Aparece una dimensión abusiva del partenaire que hasta el momento se hallaba velada por el amor, correlativa al jugar compulsivo: "si él es adicto al sexo, yo soy adicta al juego".
La compulsión del marido aparece como tal, esto es, como repetición acéfala, con la caída de los signos de amor. Queda revelada la condición estructural de toda relación posible, a saber, que dicha relación no existe de antemano, o que en definitiva cada Uno goza de un modo no complementario con el Otro; se produce un mal encuentro del sujeto con un goce no articulado al amor, lo que resulta insoportable para María.
Si bien la paciente juega a las máquinas desde aquel entonces, la práctica se convierte en un "vicio" -una compulsión- tiempo después, cuando se va la última hija que quedaba en su casa. Señala que su partida la dejó "sin nadie de quien ocuparse" y a la vez quedó totalmente disponible al marido. Cabe señalar que el ritual del juego acontece siempre en el mismo horario: poco después de que el marido llega del trabajo. Además, como ya anticipamos, María no trabaja, juega gastando el dinero que éste le da cada mes para cuestiones domésticas, lo cual la tiene endeudada de una deuda que, al final de cuentas, padece el marido. Quiere decir que el circuito del juego agujerea la completud del marido. Pretende hacerle (una) falta al marido, y de ese modo trocar goce por deseo o amor; función dignificante del juego.
Alterándose su lugar como mujer y posteriormente como madre, la aborda una angustia y una sensación de vacío que demanda un tratamiento. Recurre entonces al "vicio" como un recurso para agujerear la demanda salvaje del partenaire, tal como el padre hizo del alcohol la solución fallida para enfrentar la muerte de su esposa o la caída del amor, "la esperanza de recuperar lo perdido". 
Desde los 18 a los 24 años se dedicó casi exclusivamente a cuidar al padre enfermo, que además de ser alcohólico sufría de epilepsia. "Como mi mamá no estaba, me encargué yo de él". Una sesión asiste María junto a su marido, sin previo aviso ni consulta, para demostrarle que efectivamente venía a tratamiento, puesto que su familia no le creía. En ese encuentro, el marido se reconoce a sí mismo como un "adicto a la TV", cuestión que puntúo con cierto énfasis. A partir de ahí, empieza a considerarlo cada vez más como un enfermo, "un niño mimado", alguien que necesita ser cuidado. "Me convertí en su madre", llega a sostener tiempo después. Se reestablece algo de la posición materna, lo que no anuda del todo la caída de la solución amorosa, pero produce un cambio de posición por la vía del "amor de madre". Cada tanto siente ganas de irse de casa pero sabe que no podría hacerlo, porque vivió buena parte de su vida como allegada en casas ajenas, cuestión que le resulta imposible de imaginar. A su vez, conforme avanza el proceso, el espacio analítico se constituye como una "salida" más, en serie con el almacén donde juega a las máquinas.
A través de un semblante de analista "cariñoso" y de intervenciones que apuntaban a mostrar las resonancias (des)amorosas que determinaban su jugar compulsivo, María se hace de una producción significante que le permite nominar el goce desencadenado. "A esta edad me es difícil separarme de él, por eso prefiero estar solacompañada. Dormir a veces en otra habitación, saber adecuarme a sus ciclos de ánimo, no escuchar siempre lo que me dice. Para querer es necesario un poco de distancia". Constatando que la solución de separación con el Otro que la paciente inventa, funciona e incluso sustituye el jugar maníaco -elige cuando jugar, se pone una hora límite, y gasta una cantidad de dinero acotada y fija- se concluye el proceso.  

Consideraciones finales
Del caso podemos desprender algunas consecuencias teóricas y clínicas. Considerado desde su diacronía, observamos el desarrollo de una adicción al juego, particularmente a las máquinas, en al menos tres tiempos: un segundo momento en que la paciente se inicia en la práctica del juego tras la pérdida de los signos de amor en su marido, un tercer momento en que dicha práctica se torna compulsiva -es decir, se desencadena la adicción propiamente dicha- y que responde a la caída del amor de madre; por último, un primer momento de antecedentes biográficos, que toma relevancia y eficacia patógena a posteriori, se trata del "vicio" del padre, recurso tanto de éste como de María para el tratamiento del desamor. Es, por ende, una adicción anclada en el campo del padre, pero no de lo que del padre nombra y ordena, sino de aquello del padre que "lleva a lo peor" (Lacan, 1974).
Si abordamos el caso desde la configuración sincrónica, vemos que se presentan al menos tres funciones del juego, articuladas entre sí, que podemos resumir con las denominaciones de la paciente: 1) "recuperar lo perdido", 2) "acompañarse" y 3) "no pensar en nada".  Las dos primeras tienen al Otro en perspectiva, lo que no implica de suyo que posean el carácter de síntoma, más bien tienen forma de acting out: se emprende un intento de entrar de manera salvaje en la escena del Otro; en cambio aquella en que se busca "no pensar", está en franca ruptura con el campo del Otro y con el fantasma, y se pierde la medida ahí, se produce la sensación de no poder parar. Llama la atención que esta separación dure un breve lapso de tiempo y no agote la funcionalidad del jugar. No podría responder, por sí misma, a la pregunta ¿para qué juega María? Señalamos esto porque resulta imprescindible integrar las consecuencias del acto de jugar en el momento de definir su función. La función del juego es, desde esta perspectiva, tanto el efecto de goce directo que produce en el sujeto la relación con la máquina, como el antes y el después del ritual, su preparación y las consecuencias, sean éstas buscadas o no por la paciente.
Una acotación final sobre el tratamiento. El proceso analítico habilitó una cura de la ludopatía, entendida ésta como la caída de la compulsión a jugar, o el paso de la necesidad a la contingencia (en lógica: paso de lo que no puede ser de otro modo, a lo que sí puede ser de otro modo). Curar la ludopatía no requiere necesariamente el cese del jugar -hay casos en que sí- ni implica que esto se producirá en algún momento del tratamiento. De hecho, María sigue jugando hasta el final del proceso. Lo que cambia es el lugar del juego en la estructura, dicho de otro modo, su función subjetiva. 
Si el supuesto en la cura es que, modificándose las condiciones de satisfacción del sujeto, se modificará la función del juego, entonces el tratamiento psicoanalítico se aboca principalmente a tratar esa cuestión de base que son las condiciones de goce. Una vez que la paciente se nomina bajo el sintagma solacompañada, se hace viable para ella soportar la falta de amor del marido y las hijas, como una verdadera solución de separación con el Otro. No hay que perder de vista que la producción de ese sintagma fue una consecuencia lógicamente posible de la previa puesta en forma o construcción de la función del juego en el análisis. Interpretar una función del juego puede movilizar el trabajo de la estructura, por cuanto articula la práctica del jugar con condiciones de satisfacción ancladas en una historia subjetiva. En el caso, al ir puntualizando la función que el juego tenía en su relación con el marido y las hijas, sumado a la contingencia de la asistencia del marido a sesión, se fueron acomodando las condiciones para que la paciente produzca otra solución al mismo problema. De ahí en más, el juego pasa a ser una solución entre otras, por lo tanto, deja de ser adictiva.

Referencias bibliográficas
COLETTI, Luz Mariela. 2014. ¿A qué podemos llamar cura en el juego compulsivo? Lo posible y lo imposible. http://www.maor.org.ar/?bibl=a-que-podemos-llamar-cura-en-el-juego-compulsivo-lo-posible-y-lo-imposible. (09 de enero de 2017).
LACAN, Jacques. 1974. "Televisión". En: Otros escritos. Buenos Aires: Paidós. pp. 535-572.  
SINATRA, Ernesto. 1992. "Variantes del argumento ontológico en la modernidad". En: E. Sinatra, D. Sillitti, & M. Tarrab (Comps.), Sujeto, goce y modernidad. Buenos Aires: Atuel. pp. 30-37.

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